1. la primera visita
Un día de abril de 2002, Adolfo Hernández Lafuente me llamó por teléfono para quedar al día siguiente, por la tarde, en el Parador La Muralla; el director iba a enseñarle estancias que no estaban abiertas a los usuarios. A pesar de conocer los jardines, la piscina, la galería comercial (en concreto la tienda de discos Nakasha), las bóvedas e incluso el baluarte de la Bandera (cuando aún funcionaba la discoteca llamada El Candelero o también Muralla Club), no quise pasar la oportunidad de descubrir el baluarte de la Coraza Alta que Adolfo me mencionaba en la conversación telefónica, aunque no iba a ser el único espacio que íbamos a visitar.
Al día siguiente Adolfo me esperaba en el vestíbulo del Parador e instantes después se nos acercó el director, tras atravesar la galería comercial y cruzar el jardín, llegamos a la puerta que daba acceso a las habitaciones de las bóvedas del antiguo Parque de Artillería. Hacía tiempo que no entraba allí pero la bóveda me impresionó como si fuera la primera vez que la visitaba, una bóveda que es la única que mantiene su volumen original (aparte de las de la discoteca), al no haberse construido una planta intermedia como en las demás.
El director se adentró en la bóveda y giró a la izquierda, nos guió por un largo pasillo hasta que se paró junto a una puerta de madera que se encontraba en el lado opuesto a las habitaciones, en el lateral derecho del pasillo, donde no había ningún otro hueco. Aunque la puerta fuera idéntica a la de las habitaciones, esta se encontraba bajo un arco que había sido cegado y ese dato me hacía entender que no íbamos a entrar en una habitación, tampoco en el baluarte de la Coraza Alta, puesto que el pasillo continuaba y se suponía que el acceso estaría al final del mismo. Mientras el director trataba de abrir la puerta, mi impaciencia se aceleraba ante la incertidumbre de qué íbamos a encontrarnos. Una vez dentro, me quedé fascinado por un espacio coronado por una cúpula, del resto poco se podía adivinar a causa de la poca luz y de estar repleto de objetos abandonados; sillas, mesas, luminarias, camas... se trataba de mobiliario defectuoso del hotel y parecía como si hubieran dedicado esa estancia a trastero, lo cual era doblemente extraño, por las dimensiones y por el revestimiento de mortero de cemento rústico ondulado, como si hubiera tenido otro uso más digno con anterioridad; el director nos comentó que esa sala había sido utilizada para jugar al billar durante los primeros años de funcionamiento del hotel. Mientras avanzaba entre los muebles apilados pude ver la luz natural que entraba horizontalmente por el muro opuesto al de la entrada y que provenía de una diminuta ventana al final de una estrecha galería. De repente, esa luz se convirtió en un objetivo puesto que me iba servir de referencia para saber dónde estábamos en relación a las Murallas Reales. Antes de llegar al final de la galería excavada en la muralla (no tenía revestimiento alguno) ya pude adivinar que me dirigía hacia el foso gracias al ruido de las embarcaciones que por él navegaban en ese mismo momento. Me hice una idea de la posición de esa ventana utilizando como referencia la contraescarpa y el hornabeque del Frente de la Valenciana porque una malla metálica antipalomas me impedía sacar la cabeza por fuera y ubicarme con los dos baluartes. Me dije que tras la visita me iría al otro lado del foso para ver la situación de esa ventana y entender mejor dónde estaba esa estancia, que no se correspondía con ningún elemento visible desde el exterior como sí ocurría con los baluartes. Volví al interior para explorar el espacio abovedado y en especial las estancias asociadas que se situaban en los dos laterales. Aunque a la izquierda pude ver dos arcos que precedían sendas estancias, no me adentré al estar completamente oscuras y llena de objetos, que además podían resultar peligrosos, como la lana de roca utilizada en aislamientos, sin embargo, en el lado opuesto, un hueco daba paso a una escalera y automáticamente me imaginé que a lo mejor me llevaba a otro lugar aún más oculto o a una salida secreta sobre la cubierta. Nuevamente me encontré con la dificultad de andar entre objetos y a oscuras. De repente me tropecé con uno de ellos provocando un ruido ciertamente aparatoso. Sin ver exactamente con qué me había golpeado, supe inmediatamente de qué podía tratarse por el sonido metálico y por su tamaño.
Desde que terminé mis estudios de arquitectura en 1997 uno de los edificios que siempre enseñaba a mis colegas arquitectos que venían de visita, era la entrada y el vestíbulo del Parador, un conjunto bastante imponente desde el exterior que se descomponía materialmente hasta llegar a la piscina, pero había uno aún más interesante, el comedor o sala de fiestas, un espacio agradable gracias a su flexibilidad, a su altura, a la luz cenital tamizada por la cerámica vidriada azul que lo dotaba de un aspecto sólido y protector frente al sol desde el exterior, un espacio que sin embargo, gracias a sus fachadas de vidrio perimetrales, permitía incorporar los jardines de la piscina al interior. El comedor tenía otro elemento que siempre me había resultado fascinante, las lámparas que colgaban de la cubierta como si fueran una instalación de arte contemporáneo, las mismas luminarias que se utilizaban (aunque estuvieran fuera de escala) en el bar del hotel, una cercanía que permitía apreciar mejor la artesanía (marroquí) que había detrás de las lámparas y que el arquitecto del hotel, Carlos Picardo, había decidido incorporar a su proyecto.
Esa fascinación entre tradición y contemporaneidad, entre arquitectura y arte, fue la que me permitió nada más escuchar el ruido provocado por mi pie al subir las escaleras y golpear el objeto, saber que se trataba de una de las lámparas que tanto me gustaban. Al agacharme pude comprobar que la luminaria estaba rota, separada en dos piezas y la suciedad la había convertido en un objeto negro, nada que ver con el metal reluciente que dominaba tanto en el bar como en el comedor. Al preguntarme el director y Adolfo si me encontraba bien, les dije que no se preocuparan y lo entendieron cuando me vieron descender por las escaleras con la lámpara entre mis manos. Le pregunté al director qué iban a hacer con todos esos objetos y me dijo que algún día tendrían que vaciar la habitación y tirarlo todo para poder darle un uso a aquel espacio, aunque solo fuera para los usuarios del hotel. Ante el destino que le deparaba a lo que, para mí, era una obra de arte, le pregunté si me lo podía llevar y me dijo que sí. En ese momento mi curiosidad por seguir subiendo por esas escaleras o por descubrir las otras estancias desapareció, yo ya había encontrado un tesoro así que lo dejé junto a la puerta donde lo recogería tras terminar la visita. Meses más tarde me pregunté qué habría pasado si no hubiera encontrado esa lámpara, ¿habría seguido investigando en el resto de estancias?
Tras salir nuevamente al pasillo de las habitaciones nos dirigimos, esta vez sí, hasta el final, donde una nueva puerta de idénticas características y en el mismo muro, nos iba a llevar al interior del baluarte de la Coraza Alta. De poco sirvieron los esfuerzos por recordar cómo era el Candelero, al cual tuve la suerte de entrar tras la cena con los compañeros arquitectos organizada en enero de 1998, pero sí recordaba una serie de bóvedas paralelas que hacían de antesala al propio baluarte al que se bajaba por una rampa para salvar un desnivel de tan solo 60 cm. Por ello, cuando el director abrió la puerta y vi una rampa-escalera con una pendiente cercana al 35 %, me di cuenta que el espacio al que iba a entrar no tenía nada que ver con el baluarte opuesto.
Para empezar era mucho más regular en su interior, con dos ejes claros perpendiculares y sin giro en los extremos, también destacaba la apertura a cielo abierto que no tenía la Bandera y una sola cañonera abierta en el orejón. Tuve una sensación temporal rara, mientras que el otro baluarte permanecía en nuestra memoria por haber estado abierto hasta unos años antes, en la Coraza Alta el tiempo parecía como si se hubiera detenido en 1967, año de finalización de las obras del Parador. Aún podían verse los acopios de materiales sobrantes hechos durante la ejecución, como las diferentes piezas de cerámica vidriada utilizadas en la separación de las terrazas de las bóvedas y en la protección solar del comedor. No entendía cómo un espacio tan fantástico no había sido acondicionado; una limpieza profunda, un sellado adecuado de los huecos para impedir que las palomas entraran y una iluminación, hubieran sido más que suficiente para usarlo, aunque solo fuera para visitarlo. En cualquier caso, había cumplido uno de mis sueños, entrar en un espacio que era, y lo sigue siendo por desgracia, inaccesible para el público.
Al salir del hotel Adolfo y yo no pudimos evitar intercambiar nuestras sensaciones tras la visita, por un lado nuestra felicidad era palpable por haber visitado las Murallas Reales por dentro, por otro sentíamos tristeza al ver cuáles eran los usos que le daba el Parador a un Bien de Interés Cultural. En cierto modo, el director quería incorporarlos a los espacios comunes del hotel pero Paradores de Turismo no le daba presupuesto para las obras. Comentamos qué podíamos hacer para que la administración local interviniese y se nos ocurrió, para empezar, que expertos en patrimonio pudieran realizar la misma visita que nosotros acabábamos de hacer, para entre todos poder presionar. Como por esas fechas ya estábamos trabajando en las Primeras Jornadas de Estudios de Fortificaciones de Ceuta que íbamos a organizar desde la Fundación Foro del Estrecho a finales de junio, vimos la posibilidad de incluir en el programa una visita con los participantes, así que al día siguiente Adolfo le transmitió la idea al director del hotel y él accedió a que pudiéramos entrar nuevamente en junio a la estancia con la cúpula, a los baluartes y a la cubierta de la Muralla Real.
2. las jornadas sobre fortificaciones
Del 27 al 28 de junio de 2002 la Fundación Foro del Estrecho organizó las Primeras Jornadas de Estudio sobre Fortificaciones en las que se programaron una serie de conferencias y mesas redondas en el salón de actos del museo del Revellín con la participación de historiadores, arqueólogos y arquitectos de la ciudad y de la Península como Fernando Villada Paredes, José Manuel Hita Ruiz, Carlos Gozalbes Cravioto, José Hernández Palomo, Juan Bautista Vilar, Antonio Bravo Nieto, Aureliano Gómez Vizcaíno, José Luis Gómez Barceló, Adolfo Hernández, Juan Miguel Hernández León y Carlos Pérez Marín.
El programa incluía una visita guiada a las Murallas Reales el día 28 por la mañana, entre participantes y asistentes formábamos un grupo de cerca de 30 personas. Tras recorrer el patio de armas y recibir explicaciones de las restauraciones y rehabilitaciones llevadas a cabo en los últimos años de los distintos elementos defensivos, nos trasladamos al hotel para visitar en primer lugar el baluarte de la Bandera, que desde hacía un par de años permanecía cerrado tras el cese de actividad del bar de copas Muralla Club. Las obras realizadas durante el tiempo que funcionó la discoteca impedían observar los elementos constructivos, salvo los arcos del interior del baluarte y las cañoneras abiertas hacia el foso navegable. Posteriormente nos dirigimos hacia las habitaciones que ocupaban las bóvedas del antiguo Parque de Artillería. No pude evitar comparar la visita hecha meses antes en la que solo tres personas recorríamos los pasillos, ahora el murmullo que emanaba del grupo compacto iba ocupando todo el espacio, se podían adivinar conversaciones relacionadas con las últimas conferencias pero se notaba una cierta inquietud o excitación por parte de aquellos que habían trabajado sobre las Murallas Reales pero que no habían tenido la oportunidad de visitar el baluarte de la Coraza Alta ni mucho menos esa estancia repleta de muebles y coronada por una cúpula desde dónde uno podía asomarse al foso por un hueco en la muralla, que era perceptible desde el otro lado pero al que nunca se había podido acceder y del que se desconocía cómo se llegaba a él, y desde luego, nadie podía imaginar las dimensiones del espacio que se escondía tras ese ventanuco. Al llegar a la puerta del “trastero”, el murmullo se volvió ensordecedor, por culpa de las dimensiones del pasillo, también por las impaciencia de los investigadores. Al entrar, el grupo se fue dispersando entre los muebles y las distintas estancias, siendo la cúpula y la ventana sobre el foso los elementos que más curiosidad despertaron, si bien hay que reconocer que la suciedad, la falta de luz, la multitud de objetos, de personas y la falta de tiempo, hizo que no permaneciéramos mucho tiempo. Poco a poco fuimos abandonando la “sala” y el silencio empezó a recuperar su lugar, yo me quedé casi hasta el final observando la cúpula porque su sistema constructivo (se adivinaban ladrillos en la parte más alta), dimensiones y proporciones no se correspondían con una construcción de la misma época que las bóvedas del siglo XVIII del Parque de Artillería, al menos ese era mi parecer en ese momento.
Como el tiempo apremiaba, al final salimos todos hacia el final del pasillo, donde nos esperaba un espacio aún más espectacular por su volumen y dimensiones. No me había percatado de que la inclinación de la rampa-escalera y la humedad provocada por el ambiente y las filtraciones podían ser peligrosas para las personas de una cierta edad que nos acompañaban, eso hizo que la bajada fuera más lenta y casi en fila de a uno. Conforme íbamos llegando a la cota más baja, el gesto se repetía una y otra vez, todos miraban hacia arriba, asombrados por la altura y por la apertura de la cubierta que permitía hacernos una idea más clara de la escala del lugar. El espacio diáfano ayudaba a la deambulación del grupo que observaba los detalles de los muros interiores, de la estructura, de la cubierta, del hueco que asomaba al foso... Apreciaba, en las caras y comentarios de los participantes, el asombro e incredulidad por mantener el baluarte cerrado al público con todas las posibilidades que ofrecía y sin un gran coste económico.
Había que continuar porque la visita no finalizaba allí, aún teníamos que subir a la cubierta de las Murallas Reales. De la misma manera que se produjo el descenso, iniciamos la subida hasta el pasillo con parsimonia, nuevamente en fila de a uno. Casi al final de la rampa, José Luis Gómez Barceló me hizo prestar atención, a mí y a los que estaban a su alrededor, a un detalle sobre la bóveda que cubría ese tramo:
- Mira Carlos, un hueco para el rastrillo.
Parecía lógico que existiera la posibilidad de cerrar de manera estanca e impedir el acceso al interior de la muralla en el caso de que hubieran tomado el baluarte desde el foso, a través del gran hueco aún existente, Aureliano Gómez Vizcaíno, como buen artillero, comentó que podría ser una salida de humo pensada para las piezas de artillería, pero no parecía que estuviera abierta en su parte superior. A mí me resultaba extraño que necesitaran tanta anchura para un rastrillo y que fuera tan alto para un pasaje de apenas 3 metros de altura. Ante la falta de iluminación saqué mi pequeña cámara digital Fuji para utilizar el flash como linterna. Al disparar varias fotos me ratifiqué en cuanto a la altura porque parecía como si llegara hasta la cubierta, pero mis dudas se acrecentaron porque uno de los lados estaba perfectamente aparejado, mientras que el otro tenía un acabado en bruto. En un momento dado, Antonio Rodríguez, la persona de mantenimiento del Parador que nos acompañaba y que nos había abierto las diferentes puertas, nos dijo que esperáramos un rato porque nos iba a traer una linterna. Mientras intercambiamos impresiones, parados en mitad de la rampa, fuimos creando un tapón pues era complicado pasar a nuestro lado para poder salir al pasillo, también porque otras personas se unían a la conversación (Fernando Villada, José Manuel Hita) o prestaban atención a la misma (José Pedro Pedrajas, José María Hernández). Llegó Antonio con la linterna y me dispuse a iluminar esos paramentos. Tras un primer recorrido apagué la linterna y me giré hacia mi derecha, donde Fernando y José Manuel se mantenían la mirada sin decir nada, inmóviles, pero sus expresiones faciales me indicaban que algo sucedía.
-¿Qué pasa?
- Mira la fábrica, ¿cómo son los aparejos de las piedras?- me dijo Fernando Volví a iluminar el paramento y respondí.
- Soga y doble tizón.
-¿Quién construye de esa manera? - replicó José Manuel
- No puede ser.
- Eso mismo nos estamos diciendo nosotros dos.
Hasta ese momento los únicos restos omeyas de cierta entidad que se conocían en Ceuta eran la torre que estaba en el interior del edificio del Real Club Naútico CAS en el puerto deportivo (que no tenía más de tres metros de anchura y una altura de cuatro metros) y el lienzo de muralla aparecido junto a la Basílica Tardorromana (de apenas un metro y medio de altura), en este caso estábamos hablando de una altura de más de 10 metros (más tarde supimos que tenía 12,64 m).
Fernando decidió continuar con el programa previsto, haciendo hincapié en que ya volveríamos con más tranquilidad pasado unos días, al fin y al cabo junto con Adolfo, eran los que dirigían la visita y aún quedaba subir a la cubierta de las murallas, que generalmente era inaccesible, salvo para los militares de la Comandancia General que se encargaban del arriado de la bandera y que nos iba a permitir observar desde otra perspectiva, no solo las Murallas Reales sino la ciudad, el Estrecho y la bahía sur.
Al encontrarme con una linterna entre mis manos y puesto que todo el mundo había salido ya al jardín para dirigirse hacia la cubierta, le dije a José Pedro que si aquí había un lienzo de muralla califal, sería lógico que continuara hacia el otro baluarte y que por tanto apareciera en la estancia que habíamos visitado anteriormente; había que volver a la cúpula. Le dije a Antonio que si podía abrirnos otra vez el “trastero” porque queríamos comprobar algunas cosas con la linterna y nos dijo que no había ningún problema. Nos siguieron José María Hernández y José Manuel Hita y una vez en el interior, me dediqué a explorar las estancias asociadas y que estaban totalmente a oscuras. Empecé por la primera que estaba a la derecha, pero sus dimensiones (a pesar de su altura) no me llamaron excesivamente la atención. A continuación me dirigí a otro espacio contiguo que seguía manteniendo el mismo revestimiento de cemento pero cuya altura disminuía, coronada por una bóveda de aristas. Me fijé en el arco de medio punto que había en un lateral y en el espacio que había tras él, completamente oscuro, lleno de objetos y materiales de construcción. Era una especie de local residual cuya cota interior era un metro y medio más alta, lo que dificultaba el acceso.
Era tal la curiosidad que decidí subir y meterme dentro, a pesar de mi miedo a tocar la lana de roca, más conocida en las obras como el pica-pica, por el efectos que tenía en contacto con la piel. Una vez dentro, no sin esfuerzo, me puse de pie mirando las dovelas del arco, preparándome para inspeccionar el revestimiento. Cuando encendí la linterna e iluminé el estribo izquierdo, no daba crédito mientras seguía recorriendo el arco hasta la clave y sin detenerme hasta el estribo opuesto. No había revestimiento de cemento alguno, sino la misma piedra ostionera que habíamos visto en la subida del baluarte de la Coraza Alta pero con una serie de molduras, es decir, estaba ante lo que parecía una puerta construida por los omeyas. Volví a recorrer nuevamente el arco con la linterna, una y otra vez era como si se dibujara en el aire un arco de piedra que desaparecía en la oscuridad cuando la linterna no lo iluminaba, como si se tratara de los efectos especiales de una película. Avisé con voz temblorosa a los que habían vuelto conmigo al “trastero”:
- ¡Venid, venid, hay un arco califal aquí adentro!
El primero en entrar fue José Pedro y tampoco daba crédito, mientras los demás llegaban e intentaban subir yo ya había saltado y salido corriendo, tenía que avisar a los demás. Mi corazón palpitaba más rápido de lo que una carrera al trote podía provocar, pero lo que acaba de ver era completamente inesperado, buscaba un lienzo de muralla y sin embargo me había topado con un arco completo. Creía que el grupo iría aún por los jardines, pero cuando salí de las bóvedas y no los encontré supe que tenía que seguir mi carrera hasta la cubierta, intentando no alarmar a los bañistas que disfrutaban del sol y de la piscina. Tras alcanzar la cubierta y localizar a Fernando, me miró casi asustado.
-¿Qué pasa Carlos, por qué corres?
Con la respiración entrecortada le respondí.
- Ven Fernando, hemos descubierto una puerta omeya.
- Carlos déjate de tonterías que es muy tarde, aún tenemos que terminar la visita a la cubierta y ya nos están esperando para comer abajo.
Le miré a los ojos y le dije muy seriamente.
- Fernando ven ahora mismo conmigo.
En ese momento, dejó el grupo y me acompañó hasta la antigua sala de billar donde esperaban Antonio, José Pedro, José Manuel y José María, cuyas caras de felicidad era patente. Fernando se dirigió a José Manuel y le preguntó qué pasaba y este le contestó.
- Métete ahí adentro con la linterna.
Poco a poco fueron llegando más participantes de la visita y todos coincidían en lo mismo al ver cómo estaba ejecutado ese arco y cómo tenía continuación por ambos lados, uno de ellos con un lienzo de muralla construido con el mismo tipo de piedra ostionera; se trataba de una puerta de salida de la ciudad. Mientras algunos investigadores intercambiaban opiniones, nosotros empezábamos a discutir bajo la cúpula los siguientes pasos que teníamos que dar, porque ese descubrimiento tenía un alcance más allá de nuestra ciudad; antes de convocar una rueda de prensa tendríamos que pedir una audiencia al presidente de la Ciudad para explicarle el alcance del descubrimiento; sería necesario realizar fotografías y hacer un levantamiento que acompañara el informe que José Luis Gómez Barceló iba a remitir a la Real Academia de la Historia... Una vez fuera nos dirigimos hacia la terraza del hotel para almorzar, pero en una de mis idas y venidas, me crucé varias veces con el Delegado del Gobierno en el vestíbulo, ante tanto movimiento me preguntó:
- Carlos, ¿qué pasa que os veo tan alterados?
- Acabamos de descubrir un puerta de época califal, posiblemente la puerta de entrada a la ciudad durante el siglo X.
En ese momento no presté atención a su contestación, fue más tarde durante la comida y un poco más sosegado, y no me lo podía creer porque me dijo:
- Tened cuidado a la hora de anunciar el descubrimiento a ver si le vais a dar argumentos a Marruecos para reclamar la ciudad.
Tenía que haber tenido más reflejos y contestarle que el Califato Omeya de Córdoba era de origen sirio y sus enemigos eran precisamente los que ocupaban los territorios del actual Marruecos así que en lugar de ocultar el hallazgo había que comunicarlo.
No pudimos prolongar la sobremesa porque aún nos quedaban dos conferencias programadas, pero la alegría era inmensa, éramos conscientes de haber vivido un momento único y además lo habíamos compartido con múltiples amigos venidos de otras ciudades, amantes todos ellos de las fortificaciones.
3. los días posteriores al descubrimiento
Al día siguiente nos recibió el presidente de la Ciudad, Juan Jesús Vivas, e intentamos (Adolfo, Fernando, José Luis y yo) explicarle la importancia de lo descubierto, haciendo hincapié en que era un hecho histórico y que no ocurría todos los días, ni en Ceuta ni en el mundo. Le trasladamos también las dificultades que iba a entrañar su estudio, ya que se encontraba en el interior del Parador y no tenía un acceso independiente, por lo que seguramente íbamos a encontrarnos con un doble obstáculo. Sin embargo Adolfo insistió en las herramientas administrativas con las que contaba el Ayuntamiento, puesto que las competencias de cultura estaban transferidas y las Murallas Reales estaban clasificadas como Bien de Interés Cultural, así que era la Ciudad Autónoma quien ostentaba el poder para decidir cómo se actuaba y cuándo, Paradores de Turismo, aunque dependiera de la Dirección General de Patrimonio del Estado, no podía oponerse. Sin embargo todos sabíamos que la investigación e intervención en el interior del hotel y de las murallas iba a suponer un desafío administrativo.
El mismo sábado por la mañana, tras el encuentro en presidencia, intercambié impresiones con José Pedro Pedrajas y mencionamos los huecos en la muralla portuguesa que se veían desde el otro lado del foso; la ventana que conducía al interior de la cúpula; la puerta tapiada con piedras cercana; la poterna que tenía cada uno de los orejones a nivel del mar. ¿Hasta dónde conducían las poternas, hasta el interior de los baluartes o hasta otros espacios ocultos en el interior de las murallas? Ya empezábamos a soñar con nuevos descubrimientos, pero lo que realmente nos movía era la curiosidad por saber más de unos espacios que no aparecían en los planos antiguos pero que evidentemente estaban ahí. Convenimos en que lo mejor era comprobarlo in situ, así que esa misma tarde nos pusimos los trajes de neopreno que utilizábamos para hacer pesca submarina y salimos desde la playa de la Ribera nadando en dirección al foso, un foso que ahora mirábamos de otra manera porque sabíamos que escondía otras fortificaciones y espacios en su interior. A la poterna del primer baluarte no pudimos acceder porque estaba tapiada, sin embargo hice esfuerzos por recordar lo que veía cuando de niño pasaba por allí cuando entrenaba en el club Los Delfines de piragüismo (que tenía un gimnasio bajo el puente Martínez Catena). Tuvimos que dirigirnos a la segunda poterna que sí estaba abierta. La marea estaba alta y ayudó a que pudiéramos acceder más fácilmente ya que el agua entraba dentro. No se veía mucho pero pudimos quitarnos las aletas y adentrarnos aún más, hasta que vimos que se trataba de una especie de excavación en roca pero bastante disgregada, sabíamos que las filitas se caracterizaban por su capacidad de disgregarse en contacto con el aire y con el agua, razón por la que se observaban desprendimientos que iban reduciendo cada vez más el espacio hasta que no pudimos continuar y tuvimos que darnos la vuelta. Estábamos bastante decepcionados por no haber encontrado nada, pero al menos la pregunta que nos hizo llegar hasta allí seguía sin respuesta, ¿cómo se accedía a las poternas desde el interior de las murallas?
La “aventura” por el foso no terminó ahí, cuando volvíamos nadando a la playa, una zodiac de la Guardia Civil nos estaba esperando tras el puente y al acercarnos uno de los buceadores nos dijo:
- Tú y tú, subid a la zodiac. ¿Nos queréis explicar qué cojones hacéis buceando por el foso si está prohibido?
Miré a José Pedro a ver si él hablaba, pero no lo hizo, así que me tocó a mí.
- Si os contamos la verdad no vais a creernos.
- Inténtalo -me inquirió el guardia.
- Somos arquitectos, él trabaja en el ayuntamiento y ayer descubrimos la puerta de la ciudad del siglo X dentro del Parador, justo detrás de la ventana que veis en la muralla, de hecho poco después del descubrimiento me encontré con el Delegado del Gobierno en el hotel y le comenté lo que habíamos encontrados porque era un acontecimiento importante para Ceuta. Así que con la emoción José y yo nos dijimos que quizás las poternas nos llevarían a otros espacios desconocidos hasta ahora.
No tenía ni idea de cómo iban a reaccionar, pero era la verdad. Al final, en tono conciliador nos dijeron.
- La próxima vez avisadnos y os acordonamos el foso para que podáis inspeccionar las murallas sin que corráis peligro con la navegación de las embarcaciones.
Nos echaron al agua y volvimos a la playa, decepcionados, sin haber encontrado nada.
El lunes 1 de julio el director del Parador, a pesar de todo el revuelo montado unos días antes, nos dejó entrar de nuevo en el “trastero” gracias a la amistad que tenía con Adolfo, un espacio que había pasado a denominarse Puerta Califal. Con Fernando Villada, José Luis Gómez Barceló y Adolfo Hernández queríamos hacer fotos y un levantamiento a modo de croquis para poder utilizarlos en el informe que íbamos a presentar al presidente y a la prensa local y nacional. Lo más difícil del levantamiento no fue trabajar en un espacio repleto de muebles sino trabajar en un lugar que se creía desaparecido y que a veces tenías la sensación como si hubieras viajado en el tiempo.
Al mismo tiempo empezábamos a hacernos múltiples preguntas sobre lo que allí había y sobre los espacios que seguían ocultos: ¿Había sido construido todo por los omeyas?; ¿por qué tenía el revestimiento de mortero el interior?; ¿tuvo un uso específico dentro del hotel?; ¿a dónde conducían las escaleras, a la cubierta?; ¿cómo se conectaban constructivamente la puerta con el lienzo del baluarte de la Coraza Alta?; desde el otro lado del foso se veía perfectamente la ventana pero, ¿y la puerta tapiada que estaba a su izquierda?; si se retiraban las tierras entre las dos murallas en dirección hacia el baluarte de la Bandera, ¿se podría llegar a esa puerta?, ¿habría un espacio más grande o el mismo que el actual de apenas 3 metros?; ¿continuaría el lienzo califal hasta el baluarte de la Bandera?; ¿cómo es posible que el arquitecto del Parador, Carlos Picardo, no hubiera visto esa puerta? Respecto a esta última pregunta, unos defendían que seguro que la conocía pero una vez comprobados los planos originales, vimos que él mismo calificaba ese lugar como la CUEVA, así que no podía haber sido consciente de lo que allí había.
Fueron muchas las preguntas que surgieron durante ese día pero hubo muchas más de orden administrativo: la puerta pertenecía al Parador pero las competencias de cultura las tenía la Ciudad, ¿dejaría el Parador hacer investigaciones y llegado el momento obras?; ¿cómo se organizarían las visitas si el único acceso era desde la galería de acceso a unas habitaciones que se suponían de mayor calidad y por tanto requerían mayor privacidad?; ¿estaría dispuesto la Ciudad a invertir lo necesario para estudiar lo que allí había?; ¿cómo sentaría a los gobernantes el descubrimiento de un elemento tan singular siendo del período musulmán?, ¿lo harían con entusiasmo o con reticencias como las expresadas por el Delegado del Gobierno el mismo día del descubrimiento? La reunión mantenida en presidencia en la que estuvimos Adolfo Hernández, Fernando Villada y José Luis Gómez Barceló no ayudo mucho a despejar las dudas relacionadas con la gestión del descubrimiento, de hecho, casi 20 años después, algunas de esas preguntas no han podido ser respondidas, fundamentalmente, por la falta de interés y a pesar de los resultados de las excavaciones que han hecho que este conjunto de puerta, torres y murallas sea único en el mundo.
4. el descubrimiento: ¿azar o consecuencia?
Cuando se realiza un descubrimiento de estas características, esto es, fuera del ámbito de una investigación o de unas excavaciones arqueológicas, sería muy fácil atribuirlo a la suerte, pero desde el momento en el que una veintena de expertos en fortificaciones pasan por delante de la puerta y nadie se percata de su presencia, nos lleva a otra justificación, el descubrimiento es el resultado de una “metodología” aplicada a la investigación sobre el terreno y lo que es más importante, no es una tarea atribuible a una sola persona sino a un grupo de amigos especialistas en distintos campos relacionados con el patrimonio, con una gran curiosidad por conocer, y comprender, y con la suficiente capacidad para cuestionarlo todo de todas las maneras posibles.
Para mí las fortificaciones suponen un campo de investigación que me es muy cercano puesto que mi propio padre es ingeniero de armamento y construcción por la Escuela Politécnica Superior del Ejército; crecer en la Comandancia de Obras de Ceuta, jugar entre maquinarias, en la imprenta y en los archivos; pasar el tiempo leyendo libros de construcción en su biblioteca; ayudar a mi padre a terminar algunos proyectos; visitar obras militares, incluidas fortificaciones contemporáneas... todo ello debe influir en la manera de analizar este tipo de construcciones. Pero más allá de los sistemas constructivos, de las formas, de las funciones y de la ubicación de las fortificaciones, el principal aprendizaje ha sido asumir la manera de pensar de los ingenieros militares a la hora de resolver problemas, en un lugar concreto y en un momento preciso. Así ocurrió mientras trabajé con los fuertes neomedievales del Campo Exterior, construidos entre 1860 y 1884 tras la guerra entre España y Marruecos de 1859 y que se construyeron para vigilar y controlar los nuevos terrenos de Ceuta acordados tras el tratado de Wad-Ras. Aún siendo adolescente recuerdo las acampadas que realizábamos una vez al año con el colegio San Agustín junto al fuerte Aranguren, los concursos de radioaficionados en los que participaban mis padres en el fuerte de Anyera o los almuerzos dominicales a los que la Guardia Civil invitaba a mi padre en el fuerte de Isabel II. No es extraño que en un trabajo de bachillerato sobre historia se me ocurriera hacerlo precisamente sobre los fuertes fronterizos y que años más tarde, en quinto de carrera, eligiera las mismas fortificaciones para un trabajo de urbanismo, explicando cómo se ejercía el control del territorio desde los mismos, interés que continuó una vez terminada la carrera, cuando durante dos años dirigí la Escuela Taller Fuertes Campo Exterior, interviniendo, esta vez como arquitecto, en los fuertes Príncipe Alfonso, Francisco de Asís y Aranguren. Menciono esta relación con los fuertes neomedievales porque para mí es un claro ejemplo de cómo los ingenieros militares resuelven problemas, aunque ello implique saltarse los manuales y tratados de ingeniería militar, creando estructuras que hoy en día son únicas, junto a las que se construyeron en Melilla en la misma época y con el mismo fin.
Aldaz, Mendicuti, Bonel, Carbonell, Eguía, Picasso, Valdés, Brull y Picasso fueron los ingenieros militares que empezaron a hacer proyectos siguiendo los manuales de la época, con fortificaciones poligonales y atenazadas, hasta el punto de que el primer fuerte que se termina en 1860 es el de Príncipe Alfonso, que es poligonal, pero para el resto de proyectos se ven obligados a modificar los ya dibujados para dar respuesta a los constantes asedios y ataques y a las tácticas y armamento del enemigo, que no tenían nada que ver con las de un ejército europeo. Los ingenieros militares se vieron obligados a recurrir a las fortificaciones medievales pero adaptándolas a las armas de las tribus de la Yebala, lo que dio lugar a la proliferación de aspilleras en todo el perímetro.
Hubo otra característica que considero imprescindible para poder ponerse en la mente de un ingeniero militar, la evolución de los sistemas constructivos. Mientras que en Príncipe Alfonso se utilizó piedra de cantería (fundamentalmente arenisca) en las troneras, en la base de las piezas de artillería, en los desagües de agua, en las escaleras y en el brocal del pozo, en los sucesivos proyectos la piedra de cantería fue desapareciendo paulatinamente hasta casi desaparecer. La causa fue la ausencia de piedra en Ceuta para tales fines, la única que se podía utilizar era la peridotita del monte Hacho pero su gran dureza requería mucho más tiempo para utilizarla y urgía terminar los fuertes para poder abandonar los reductos construidos durante la guerra y proteger a los soldados encargados del control fronterizo. Fue necesario encontrar otras soluciones, como la que llevó a cabo Federico Mendicuti a la hora de ejecutar las bóvedas de aristas de la segunda planta del fuerte Isabel II, no lo hizo con piedra de cantería, ni siquiera con ladrillos, tampoco con un forjado de vigas y viguetas de madera como en la planta baja, se construyeron con hormigón en masa, lo que le valió una felicitación “por el estado avanzado de las obras de Isabel II a pesar del corto tiempo empleado y de la escasa cantidad invertida”. Esa felicitación que conserva el Archivo de Ceuta fue fundamental para poder entender cómo piensa un ingeniero y cómo se adapta al lugar, corroborada por mi padre cuando me enseñaba los proyectos en los que trabaja.
Las investigaciones llevadas a cabo sobre los fuertes fronterizos desde el Ayuntamiento también me permitió conocer a una serie de personas con las que fui tejiendo una fructífera amistad al compartir los mismos intereses por el patrimonio y la historia de la ciudad. Poco a poco fuimos desarrollando una especie de metodología de investigación sobre el terreno, que consistía en visitar fortificaciones, o edificaciones, tanto de Ceuta como de su entorno, haciéndonos preguntas constantemente, a veces la respuesta la daba el arqueólogo, en otras ocasiones era el historiador o los arquitectos o el escritor o los pintores o el fotógrafo... aunque también era usual que muchas de ellas se quedaran sin respuestas, lo que nos llevaba a visitar otros lugares relacionados históricamente o a investigar cada uno en sus fuentes y según sus competencias, para nuevamente acudir al mismo lugar e intentar desentrañar los interrogantes. Aún recuerdo las visitas a Tetuán (con Ahmed Amrani, Younes Rahmoun, Mohamed Benchaich o Mustafa Ben Lahmar), Tánger, Arcila, Larache, Chauen, Beliunes, Targa, Alcazarquivir, Azemmour, El Jadida (solo tres semanas antes del descubrimiento de la Puerta Califal), Rabat, Salé, Fez... Lugares que compartían con Ceuta el legado de las dinastías almohade y meriní, del imperio portugués o del reino español y que nos permitían una visión de conjunto de toda la región. Fue ese interés por la escala territorial la que nos llevó a otro tipo de expediciones para recorrer las ciudades que constituyeron, en un momento de la historia, la línea fronteriza entre el norte y el sur del Mediterráneo. El primer destino fue la isla de Malta y después la isla de Sicilia (al que no pude unirme), posteriormente tuve la oportunidad de continuar solo las visitas a Rodas, Chipre, Beirut... Estos viajes al otro extremo del Mediterráneo también fueron importantes porque nos daban una perspectiva de Ceuta completamente distinta a la que teníamos desde la propia ciudad, entendiendo mejor su importancia a una escala global y a lo largo de los siglos.
Del mismo modo que ampliábamos nuestras zonas de estudio hacia el Mediterráneo oriental, diversas circunstancias posibilitaron, hace más de 10 años, que pudiera ir descendiendo poco a poco hacia el sur de Ceuta, estudiando ciudades como Marrakech, Agadir, territorios como los valles de los ríos Drâa y Ziz, la cuenca del río Noun en Guelmim o regiones como Saguía el Hamra, Río del Oro y Adrar. Ciudades y territorios que en diversos momentos de la historia también han estado conectados y muy directamente con Ceuta, permitiéndome conocer y entender aspectos de nuestro patrimonio que desde un punto de vista local pasaban desapercibidos.
Esta metodología o, mejor dicho, actitud también la apliqué a los proyectos en los que trabajaba en Ceuta justo antes del descubrimiento y en los que de una manera u otra, esos mismos amigos participaban conmigo descifrando el patrimonio, intentando entender mejor la historia de la ciudad. Además de los fuertes neomedievales, ya reseñados, estaban los tres morabitos de la ciudad (Sidi Brahim, Sidi Embarek y Sidi Bel Abbas as-Sabti), las obras del Desdoblamiento del Paseo de las Palmeras, la colaboración con Fernando Menis para el paseo peatonal en el monte Hacho (desde San Amaro hasta Santa Catalina), la reutilización del Almacén de Abastos para las conferencias y exposiciones del Colegio Oficial de Arquitectos... En todos esos proyectos el patrimonio abarcaba desde la época califal hasta la actual por lo que era necesario una aproximación a la historia de la ciudad global, y no exclusivamente por épocas o áreas. El caso más claro fue el proyecto del Desdoblamiento del Paseo de las Palmeras, cuyas obras se iniciaron en marzo de 2002 (tres meses antes del descubrimiento), con un lienzo de muralla compuesto por elementos que iban del siglo X al XX. Sabíamos, porque era visible, que había una torre omeya en el interior de las oficinas del Real Club Náutico CAS, pero tras el descubrimiento en el interior de las Murallas Reales, pensamos que quizás podrían aparecer otros restos de la misma época; ese fue uno de los objetivos de las excavaciones arqueológicas que iba a desarrollar Fernando Villada y que al final no dieron el resultado deseado, sin embargo en julio de 2003, revisando toda la planimetría y las fotografías antiguas aportadas por José Luis Gómez Barceló en la Memoria Histórica del proyecto, en una de las fotos hechas por Juan Bravo, tras ampliarla en el ordenador, observé cómo había un aparejo que parecía de soga y doble tizón en el lienzo contiguo a la torre y que estaba oculto por una construcción anexa al edifico principal. Una vez demolido el CAS a finales del 2003 quedaron al descubierto la torre ya conocida, un lienzo (bastante alterado) y una torre que formaba parte de la puerta de Santa María del siglo XV.
Nuevamente no hubo nada que descubrir, todo estaba ahí, pero había que mirar la información y la realidad de otra manera, con la misma actitud con la que habíamos realizado tantos viajes y visitas al patrimonio del norte de África y del Mediterráneo.
5. epílogo
Desde mi punto de vista, el descubrimiento de la Puerta Califal no fue una cuestión de suerte, sino el resultado de una actitud compartida por un grupo de amigos con un interés común, el patrimonio histórico de Ceuta y sus alrededores; sabedores (con el tiempo y la experiencia) de la complejidad que atesoran muchas de las construcciones al no seguir los cánones y dictados de los manuales de ingeniería militar de la época, obligándolos a una aproximación transdisciplinar para poder entender la manera de pensar y operar de los ingenieros y constructores de cada época, siendo este último aspecto la clave para entender el patrimonio.
Normalmente solo se le da valor a los elementos constructivos que nos han llegado, esto es al patrimonio material, pero para mí son aún más importantes las circunstancias que dieron lugar a esas intervenciones, tal y como he podido comprobar trabajando sobre el patrimonio arquitectónico en el norte de África. Se podría decir que hay un patrimonio inmaterial inherente a las fortificaciones. Son las actitudes ante problemas de índole defensivo, en el caso de las fortificaciones, las que habría que proteger, sobre todo en el caso de conjuntos fortificados o ciudades (como las Murallas Reales o las medinas) que siguen vivos, que siguen evolucionando (ante nuevas necesidades) y que requieren una estrategia de intervención. Es aquí donde surge la dicotomía a la hora de adaptarlos a los nuevos usos, ¿prima la materialidad de lo existente o la mentalidad que causó esa materialidad? Gracias al descubrimiento de la Puerta Califal hemos aprendido que sin un conocimiento previo de las circunstancias que rodearon su construcción (fundamentalmente los condicionantes derivados de las construcciones ya existentes) nunca podremos entender nuestro legado, un conocimiento que a día de hoy sigue siendo incompleto, y por tanto insuficiente, al no haber podido estudiar las Murallas Reales en su conjunto. Así, aún seguimos haciéndonos múltiples preguntas e intentando buscar respuestas, pese a las dificultades generadas por una administración que ni planifica ni invierte a la altura de la importancia de nuestro legado, y que nos impide mostrar la verdadera importancia de Ceuta en la historia de la Humanidad, de lo contrario ya habrían puesto los medios necesarios para poder investigar y resolver los enigmas de elementos tan representativos de Ceuta como las Murallas Reales, la fortaleza del Hacho o el-Afrag.
Para concluir quisiera evocar los nombres Fernando Villada, José Luis Gómez Barceló, Adolfo Hernández, José Pedro Pedrajas, José Manuel Hita, Ricardo Ugarte, Andrés Ayud, Carmen Navío, Ahmed Dabah y tantos otros como humilde homenaje a los compañeros de expediciones y aventuras durante tantos años que lo mismo se hacían preguntas, sin ningún tipo de complejos, en lo alto de una roca en el Rif que en el interior de un baluarte, bajo una muralla de 12 metros.
Ceuta, junio de 2021